Sicilia, paso a paso por la isla de los cíclopes.



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Italia es el primer país del mundo en número de lugares denominados por la Unesco patrimonio de la humanidad.

Cinco de esos lugares se encuentran en Sicilia: El área arqueológica de Agrigento; la villa romana del Casale, en Piazza Armerina; las islas Eolias; las ciudades barrocas del valle de Noto, y Siracusa y la necrópolis rocosa de Pantalica.

El recorrido que aquí proponemos, ceñido sobre todo a la cultura grecolatina, puede ser completado con alguno de esos otros itinerarios también imprescindibles para conocer una isla repleta de historia que llegó a ser el centro del mundo en varias épocas, como en la fase tardía del Imperio Romano.
La mística grecolatina de héroes y dioses atrapa al visitante
El Etna, morada de Vulcano, lo observa todo. Polifemo, furioso, siembra de escollos la costa de Aci Reale. Proserpina es raptada en el lago de Pergusa. Mitos en estado puro. Un territorio fabuloso.

JUAN CARLOS ABRIL

Por fin llegamos. El estrecho de Messina, de tres kilómetros, nos sitúa de golpe ante el mito clásico y los monstruos que asediaban a los viajeros navegantes, los vientos y las tormentas, una especie de finis mundi. Messina, ciudad industrial, sin embargo, no presenta especial fascinación tal y como esperamos encontrar en esta isla legendaria, y decidimos hacer escala más al sur, en Castelmola, un pueblecito medieval algo más económico que se alza en un pico escarpado sobre Tauromenion o monte Tauro, la actual Taormina. Sin duda son numerosos los encantos de esta antigua colonia griega, fundada en el siglo VIII antes de Cristo, pero sus precios son los más altos de toda Sicilia. Con miradores espléndidos hacia la costa jónica, Taormina es una ciudad turística con un clima agradable, y una reciente historia envuelta en el sueño de los románticos y artistas, donde se respiraba libertad respecto a las uniones homosexuales a comienzos del siglo XX. Su teatro grecolatino ofrece un belvedere incomparable, una riqueza inmensa a la que nuestros ojos deberían ya irse habituando en este viaje. No hay que dejar de acercarse, justo a los pies de Taormina, a Giardini-Naxos, que recoge el topónimo de la mayor de las islas Cícladas griegas y que fue el primer asentamiento que fundaron los primeros colonos griegos que desembarcaron en la isla. Pero desde este enclave, e incluso antes, hay una presencia poderosa que nos vigila y nos inquieta de un modo inigualable, casi indescriptible, una fuerza telúrica que ejerce un misterioso poder de atracción sobre sus habitantes: el Etna, el volcán más grande de Europa, con sus nubes y humos revoloteando...

Cuenta la leyenda que Zeus en su lucha contra los Titanes arrojó a Tifón al volcán, y que así se transformó la boca del monstruo en el cráter, y que escupe la lava cuando se enfada, y ruge en los terremotos, considerándose los brazos y su cuerpo la isla entera, como si estuviera tendido en decúbito supino con los pies hacia el oeste. El Etna, sin embargo, es más, porque recogerá otros muchos mitos alrededor de su fuego, como el de morada de Vulcano y albergar en su interior la herrería donde se forjaban las armas para el dios de la guerra, Marte. También este volcán fue donde nació el dios Dionisos, a quien se le rendían cultos desenfrenados en torno a la cultura del vino, la fiesta y la orgía...

Hay excursiones organizadas en autobús, por el lado sur, hasta la torre del Filósofo, donde Empédocles, otro siciliano insigne, se lanzó a la lava incandescente, exigiendo a la sociedad en cierta manera purificarse, puesto que consideraba que en aquel entonces ésta se había corrompido en demasía... y allí mismo recordamos el célebre poema de Bertolt Brecht Las sandalias de Empédocles: ¡qué diría ahora el filósofo si viviera! Hay otro camino, por el lado norte, hasta la Piana Provenzana, rodeada de nieves perpetuas, en ese paisaje lunar que queda después de las erupciones.

Polifemo, el cíclope.

A las faldas del volcán hay parajes y pueblos hermosísimos, como Linguaglossa o Castiglione di Sicilia; Le Gole di Alcántara (así, con el nombre español, una de tantas huellas del paso de los aragoneses), intensos limonares (de ellos se elabora el típico licor de limón o limoncello, un digestivo muy apreciado cuando es casero), pequeñas carreteras tupidas, y la tierra, en general, que parece que tiembla, en la que existe una inquietud sin objeto que, en cualquier caso, se debe a las fuerzas subterráneas siempre presentes.

Pero es hacia el litoral donde el mito cobra cuerpo de nuevo. Llegamos, a menos de tres o cuatro kilómetros, a Aci Trezza, el pueblecito en el que sucedía la historia de Los malasangre, la novela de Giovanni Verga, y donde se rodó la opera prima de Luchino Visconti, La tierra tiembla (1948). El pastor Acis, hijo del dios Pan, estaba enamorado de Galatea, pero igualmente de la hermosa ninfa se había quedado prendado el cíclope Polifemo, que, celoso, mató al joven pastor. Luego lo troceó en nueve porciones y las diseminó por la zona, fundando así los pueblos circundantes que llevan su nombre: Aci Trezza, Aci Castello, Aci Reale, etcétera. Y de este modo inspiró la preciosa Fábula de Polifemo y Galatea a Luis de Góngora, aunque con un lenguaje bastante más rebuscado... Además, en Aci Reale se puede pasear por la Ribera de los Cíclopes, donde quedan aún restos de la furia de Polifemo, el más famoso de estos gigantes monstruosos cuando, tras haber apresado a Ulises y a su tripulación, éste le cegó su único ojo y escapó: el cíclope lanzó grandes piedras al héroe que huía por el mar, y he aquí la explicación de los escollos que adornan el litoral con sus llamativas formas arrojadizas.

Siracusa.

Hacia el sur, y siguiendo el litoral, dejamos a un lado Catania y las ruinas de Megara Hyblaea, aunque la imagen del Etna sigue acompañándonos. Llegamos a Siracusa. Aquí la estratificación de culturas llega a ser alucinante, con más de 2.500 años superpuestos; por ejemplo, la catedral, de estilo barroco, que se sirve de las columnas exteriores con los capiteles dóricos incrustados en la construcción. Arquímedes fue su ciudadano más ilustre, y Cicerón dijo que Siracusa era la ciudad más bella del mundo.

El mismísimo Platón vino aquí reclamado por el tirano Dionisos. Su teatro, el más grande de Occidente y del mundo antiguo, posee capacidad para 20.000 personas. Aquí se representó a Eurípides y a Sófocles, y por supuesto a Esquilo, que era siracusano. Otras ruinas emocionantes son su anfiteatro, y el templo de Apolo, que se halla en el centro de Siracusa y fue redescubierto en la primera mitad del siglo XX. Queda un poco dibujada y al aire su elegante estructura, la cual presenta unas inscripciones profundamente originales: son la única señal y caso conocido en un templo griego donde se puede leer quién fue el arquitecto.

La cercana fortificación griega, que se erige en una suave colina, se considera la más importante y grande que existe, fruto no sólo de la competencia con Atenas, sino sobre todo como resultado de haber sido la capital del Mediterráneo durante varios siglos, hasta la llegada del poderío cartaginés y, justo después, romano. Citamos sólo de paso el magnífico castillo medieval del emperador Federico II, pero que hay que visitar obligadamente.

La Capilla Sixtina del mosaico. Al sur quedan ciudades espléndidas y barrocas en el valle de Noto, como Ragusa, Noto o Modica, y sus bellos campos de algarrobos y chumberas. Todavía se puede divisar muy a lo lejos el Etna vigilante. Pero nos dirigimos directamente hacia la villa romana del Casale, en Piazza Armerina, más o menos en el centro de la isla, que nosotros denominamos, con permiso de otros testimonios de mosaicos tunecinos, como la Capilla Sixtina del mosaico. En esta villa romana, descubierta en 1929, habitaron, entre otros, el emperador Maximiano Hércules (286305) y su familia a comienzos del siglo IV. Se considera como uno de los monumentos más importantes de Sicilia, algo realmente incomparable.

Las escenas plasmadas en los mosaicos en sus 4.000 metros cuadrados constituyen un extraordinario testimonio de la vida social y las costumbres del bajo Imperio Romano. De las 46 salas que podemos contemplar, la de las 10 muchachas en biquini jugando a la pelota y haciendo gimnasia se considera la joya de la villa; pero existen otras igualmente extraordinarias, con escenas de caza o de amor, o el traslado de las fieras de África del Norte en barcos destinadas a los juegos y diversiones romanas. El mito también alimenta, cerca de Piazza Armerina, en el lago di Pergusa, uno de los episodios más trascendentales para la historia de la antropología: el rapto de Proserpina. Hija de Ceres (la diosa de la Tierra y de las cosechas), vivía en este lago -hoy un humedal a punto de secarse-, y por sus alrededores jugaba cogiendo flores y cantando hasta que fue raptada por Plutón para que reinase con él en los infiernos. Luego la leyenda se ocupa del resto, no sólo porque de ahí se deriva la explicación del cambio de las estaciones, sino porque si Proserpina se comió aquellos granos de la granada no fue por otra razón que para no tener que volver a la tierra.

Agrigento. Antes de descender hasta el sur podemos acercarnos a las excavaciones de Morgantina, que dispone de un teatro griego y de algunas columnas resistiendo al oraje todavía con cierta dignidad. Pero a algo menos de 100 kilómetros hacia el suroeste queda Agrigento, donde visitamos el famosísimo valle de los Templos, una muestra indeleble del poder de la religión en la antigüedad. Con Puerto Empédocle al fondo, la ciudad ostenta algunos otros atractivos, pero nada que ver con el mencionado valle de los Templos, casi apoteósico. Hambrientos tras tanta historia, en ninguna ocasión nos va a decepcionar la cuestión culinaria en la isla, sobre todo por su exquisita pasta (caserecci, ravioli...). No dejen de probar sus dulces: la tradicional cassata, o las cassatine (diminutivo plural), para aquellos que estén a dieta, y los cannoli, rellenos de ricotta, el célebre requesón italiano. ¡En el meridión la pastelería es una cosa muy seria! Y retomamos, hacia Selinonte, nuestra ruta, pasando por las ruinas de Heraclea Minoia, en las que puede adivinarse sin dificultad, cómo no, otro teatro.

Eternas enemigas.

Selinonte, sin embargo, sin presentar tanta fama como Agrigento, nos parece mucho más interesante y nos punza aún más, por su atmósfera. Los vestigios de Selinonte son grandiosos. Su eterna enemiga, Segesta, casi en la costa norte, la cual al principio se alió a los cartagineses, a partir del siglo III antes de Cristo se cambió de bando con los romanos y logró destruir a Selinonte. Siglos después, no obstante, ambas son sólo piedras amontonadas. El parque arqueológico de Selinonte ofrece sus templos frente al mar, las fortificaciones y las calles, las casas, los caminos.

En Segesta, al margen del magnífico templo que ya quedó en aquel tiempo inacabado, un teatro es testigo de excepción de su esplendor, en lo alto de una colina, con una panorámica envidiable; un teatro que, al contrario de los teatros griegos que hemos visitado hasta ahora, excavados en la piedra y aprovechando las sinuosidades del terreno, está construido artificialmente.

Isla de Ulises.
Continuando por la costa norte hacia el este, de nuevo hacia Messina, dejamos una jornada para Palermo y Monreale, que, aunque no exhiben a simple vista trazas grecolatinas, son un repertorio vivo del pasado medieval siciliano. Pasamos, por supuesto, por Cefalú, mirando de reojo a las ruinas de Halaesa, y tras esta breve escala sólo nos queda visitar Tíndaris, antigua y esplendorosa ciudad que hacia el siglo IX fue destruida por los árabes, y en cuyas playas, según el mito homérico, fue donde naufragó Ulises y su tripulación.

Y es que, en general, otras lecturas explican que el astuto héroe griego fue un nostálgico que nunca quiso regresar a cumplir con sus deberes conyugales, buscando la aventura lejos de su patria; como nosotros, que preferiríamos permanecer en esta isla luminosa indefinidamente, pero que debemos inexorablemente volver. Así completamos un recorrido inolvidable por la "isla de Ulises", como reza en el conmovedor poema del poeta y premio Nobel Salvatore Quasimodo, natural de Modica. Otro nostálgico que cantó las excelencias del sur. Otro que no quería volver.
 
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